El cuerpo habla a través de las somatizaciones, esto es,mediante el recurso a hacerse cargo de nuestros disgustos,testificando nuestros malos momentos en la vida. A todo ese conjunto de pruebas visibles (e invisibles) lo llamamos somatizar, que quiere decir que pasamos a la superficie y a losinteriores/exteriores de nuestro cuerpo los malestares. Y enfermamos.
Todo el mundo sabe que ese fenómeno de somatizar es evidente y claro, todos menos los delirantes de la cifra, que creen que todo debe ser cifrado y envasado en una ecuación demostrable.
Sin embargo, es fácil percatarse de que la mejor mostración laefectúa el propio cuerpo cuando produce una dermatitis fruto de un disgusto, un enrojecimiento en la piel indicando que la vergüenza hace acto de presencia, una afonía inoportuna cuando se tiene que hablar en público, un desfallecimiento extraño, una agitación o temblor, un simple resfriado antes del viaje inquietante, una impotencia sobrevenida, una jaqueca dolorosa que impide estudiar la oposición que inconscientemente se desea suspender, todo ese conjunto fronterizo de síntomas corporales, nebulosa del encuentro del organismo con el lenguaje.
El sorprendente episodio somatizador es fermentado o instantáneo, pero más sorprende la rapidez con que puede llegar a irse, una vez que se ha abordado con el lenguaje, cuando se han puesto palabras para explicar el asunto, ese buen lenguaje que incluye el silencio elocuente.
A los niños se les ven las entretelas cuando fingen dolores estomacales para no acudir al colegio, pero no siempre que somatizan. A los jóvenes los encontramos en múltiples sorpresas corporales cuando acude el desamor.
Siempre me impactó el poder de las palabras para conmover al cuerpo y agitarlo. Mi abuela Ángela llamaba “irse de vareta” a ladiarrea que producían algunas palabras dramáticas e impactantes.
Si las excoriaciones, las neurodermatitis, las alopecias neuromecánicas, la alopecia areata, el bruxismo, son un lenguaje corporal, cabe una disyuntiva. O se traduce y descifra, o bien se medicaliza y cronifica.
Lo difícil, pero inteligente, es hacer a un síntoma...charlatán.
Dámaso Alonso finaliza así su poema “Insomnio”: ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches? En el insomnio psicológico se observa la presencia del acto de vigilar, del ocuparse del mundo exterior y sus cuitas, y la ausencia del leer los propios sueños, bien por temor o pánico, bien por esa omnipresencia de las vicisitudes del vivir diurno y sus problemas, transportados ahora a la noche.
Distinguimos entre no conciliar el sueño al principio de la noche, despertar abruptamente a mitad de la noche y no poder volver a dormir, o bien despertar anticipadamente en un insomnio terminal. Los tres insomnios son diferentes y requieren estudio aparte.
El sujeto insomne de largo recorrido lleva en su interior toda una vida de mal dormir, en ocasiones por acontecimientos traumáticos puntuales, ignotos para el propio sujeto (recuerdo un relato de una insomne que supo descubrir el momento concreto en que había comenzado su pertinaz insomnio, coincidiendo con una tragedia familiar que hizo que la despertaran repentinamente). Desde luego más allá de las ondas y fases del sueño, el inconsciente trabaja incansable día y noche, no para.
Quienes duermen poco y no les importa dado que no les impide funcionar, se diferencian, pues, del sujeto insomne que deseando no serlo, entabla una lucha por averiguar la causa de ese su tormento, por descubrir la causa por la que nació. Ese debate interno es muy productivo, y conduce a los mejores puertos, mientras que el recurso a la droga o al fármaco para dormir lleva al puerto de la dependencia infinita e inacabable. Algunos ya tienen asumida esa dependencia, y lo que es peor, algunos narran cómo ni con esas armas químicas vencen a su insomnio.
Hay que hacerles ver que ese insomnio es el suyo, son sus auténticos propietarios. Un síntoma con una lógica aplastante que bebe de su historia subjetiva, y por ende, descifrable.
Lo que siempre es motivo de intriga es por qué elegir el síntoma-insomnio, que resulta tan molesto, y tan dañino para la salud.
Está en la mano de cada atreverse a desvelar las letales azucenas de la noche.
(DIARIO PALENTINO, 12.06.20)
La historia de los nombres que han sustituido al de locura a lo largo de los siglos, tropieza con el nombre de trastorno bipolar. Más aséptico, más comunicable sin despertar terror, bautizado por la psiquiatría americana como disorder bipolar, toma el relevo de la psicosis maniaco-depresiva, término anterior.
A pesar de la nueva denominación, para explicar en qué consiste (fuga de ideas o palabras, sensación de una conexión especial con el mundo, sed de destinatario, categórica separación entre lo bueno y lo malo) hay que seguir hablando de alternancia de estados, de expansividad hiperactiva a momentos de una gran tristeza y repliegue.
Sólo desde una concepción unitaria de la psicosis se entiende mejor todo esto. En el campo de la locura, en la psicosis, se sabe de tres polos: esquizofrenia, melancolía y paranoia. Cuando estos dos últimos son prioritarios, tras un momento delirante paranoico, si fracasa la tentativa de elaborar esa construcción explicativa, entonces aparece la tristeza (el bajón y la melancolización). Algo no termina de cuadrar en la construcción delirante (delirar, del latín delirare, significaba literalmente 'salirse del surco'). Aparece entonces la desesperación, y el sujeto termina por aislarse triste, sin comprender el mundo, sin deseos.
Esos ciclos se alternan con mayor o menor velocidad, mayor o menor intensidad, mayor o menor agitación. Antes de que Kraepelin instaurara su concepción maníaco-depresiva, otros psiquiatras, los franceses Falret y Baillarger, lo llamaron “locura circular”, “locura de doble forma”, hoy trastorno bipolar. Los problemas han venido con la hipermedicación, para cada síntoma y para cada ciclo, sin investigar las específicas razones que cada sujeto presenta para comenzar uno u otro, siendo llamativo que pueda iniciarse la manía o el bajón depresivo después de un éxito social, y no tras fracasos, o en días significativos de su historia personal.
El sujeto diagnosticado bipolar sufre y hace sufrir, por ello conviene acompañarle en sus diatribas, y no abandonarle a su suerte con el único aliado de su arsenal de fármacos. Tiene que explicarse.
DIARIO PALENTINO 4 de junio de 2020
Identidad sexual
La adscripción a un sexo es decisión (inconsciente) que se toma independientemente del fenotipo, esto es, al margen de los caracteres sexuales y del sexo anatómico. Obedece a identificaciones inconscientes que van construyendo una identidad sexual.
Eso significa que para conocer la identidad sexual de alguien se hace necesario escuchar su discurso, leer entre líneas, y verificar su posición subjetiva. De ahí que existan varias identidades sexuales, (homo/hetero/bi/trans/queer/asexual…) que han pulverizado el histórico binarismo masculino/femenino, el binarismo del sexo genético o cromosómico XX o XY, ya de por sí imperfecto en alteraciones tipo doble Y o triple XXX, Klinefelter o Turner.
Hay que adecuar nuestras categorías clásicas binarias al hecho de la existencia de una identidad sexual múltiple, inconscientemente elegida merced a las identificaciones que se producen desde el encuentro con el orden simbólico. El sufrimiento psicológico que históricamente han vivido las personas cuya identidad sexual no se acomodaba a su anatomía, justifica de sobra una nueva mirada más inteligente sobre las identidades sexuales.
El vecino que lee, como el joven psicólogo principiante, deben saber que esta electiva identidad sexual no sólo produce choque de mentalidades, sino fabricación de sentido ideológico, rechazo, aversión, y amparo en justificaciones y causalidades cerebrales que evitan saber de esa elección psicológica. Se trata de responsabilizar al sujeto de sus elecciones, de escuchar sus razones.
Pero hay que avanzar más. Lo transcendental no es ni la identidad sexual, ni la orientación sexual que cada sujeto toma. Lo decisivo es saber que la satisfacción sexual es fruto de la búsqueda de una elección fantasmática y repetida de un mismo rasgo, se sea hetero, homo, bi, trans o queer. Cada quien porta esa su privada fórmula de goce inconsciente, peculiar modo de desear, repetido escenario requerido, condición de goce. Ese patrón no hace conjunto, es singular, lógico y preciso en cada sujeto. Como lleva su tiempo conocer tal fórmula fantasmática, trae en su regazo los mejores efectos al atravesarla.
La belleza se soporta sólo si se aviene a existir sin destruirnos. Para Rilke, con ella nacía lo terrible. Otro tanto puede decirse de las identificaciones que nacen para armarnos a condición de no destruirnos. Se empieza en la vida edificando una provisional identidad, para en el momento de lucidez adolescente (si es que existe), deconstruir y dejar caer lo que no encaja, esas actitudes, maneras y modos que otrora usamos.
La desidentificación es abandonar esos rasgos tomados del campo de los Otros, constituyentes o influyentes. Si bien han permitido una identidad durante la primera y la segunda infancia, si bien posteriormente han sobrevivido a duras penas durante la pubertad, finalmente, en la muda adolescente, se produce esa rebeldía que anuncia separación y cambios. Después, esas señas de identidad, (por evocar a Juan Goytisolo y a su magnífico libro homónimo) han llegado a la juventud deshilachadas, causando incomodo molesto en la vida adulta. Es oportuno localizar su origen, fecharse su procedencia, estudiarse y decidir su continuidad. Entonces, sólo entonces, se abre la puerta del verdadero cambio psicológico, que no es la modificación de la conducta (Tomasi de Lampedusa tenía razón en El Gatopardo), sino la rectificación subjetiva.
El sujeto se atreve a rectificar cuando ha logrado desidentificarse de todo lo “copiado” inconscientemente de esos Otros que fueron fundamentales en su vida. Y puede caminar más ligero de equipaje, aunque sea menos infatuado, o más seguro de sus propias limitaciones.
Este proceso psicológico de desidentificarse de esos modos, estilos, pensamientos y maneras de vivir que no sientan bien, es viable si se detecta que “hay algo que no funciona”, tal como justificara Pierre Rey a Jacques Lacan como motivo para pedirle un psicoanálisis. El disfuncionamiento se percibe cual piedra que se lleva en el zapato, cual mochila pesada repleta de ideales ajenos.
Puede admirarse la belleza y puede soportarse la belleza, si no es una carga imposible como pueden llegar a serlo portar visiones y sueños foráneos. Las verdades de otros no tienen por qué ser las propias. Panta rei.
La noción de personalidad se confunde con otros conceptos como el de carácter o temperamento. Asimismo se exige desde la cuna tener una “propia” personalidad, se señala a quien “no tiene personalidad”, o a quien porta doble personalidad. También se habla de personas que son personalidades y de otras que tienen personalidad múltiple.
Un lío. Un gran despiste para el gran público y para demasiados psicólogos que partieron de Catell: personalidad es lo previsible que hacen las personas en situaciones concretas. Mejor es partir de Lévi-Strauss (“El yo es detestable”) y de Lacan (“La personalidad total, la unidad unificadora, una mentira escandalosa”), como enseñara Vicente Palomera en De la personalidad al nudo del síntoma (Gredos, 2012), sentenciando que el error de toda la psicología es, precisamente, que al tomar la persona o el yo como sujeto, al hacer de la personalidad una sustancia, asimila de modo imaginario lo simbólico y lo real: el orden simbólico y el individuo en tanto elemento numérico de un conjunto. Incluso cuando parte de Machado y de su Juan de Mairena para recordar que Abel Martín creía en lo otro, en la esencial heterogeneidad del ser, en la incurable otredad que padece lo uno.
La personalidad es una máscara. Un engaño. La mentira necesaria para salir a la calle, para presentarse en sociedad. Quitar esa máscara es encontrarse con otra y con otra. Por eso fortalecer el yo, afirmar la potencia de ese trampantojo es estéril, por más que el entrenador psicológico quiera convencer a su cliente de que debe “confiar en sí mismo” y “afirmar su personalidad”. Lamentables desorientaciones que obtienen individuos aún más infatuados. Aunque con todo y con eso lo peor de lo peor llegó históricamente con el culto a la personalidad del líder.
A esa inflación del yo nos conduce todo en nuestra vida socio-económica de culto al individualismo, a la marca personal, al narcisismo generalizado, a las astucias incansables del yo, a ese yo que se habla a sí mismo en la vida interior con marcado acento de aburrimiento repetitivo.
Simplemente la personalidad cumple una función. Permite las coartadas. Punto.
Los actos rituales, ceremoniales, están ya tan incorporados y naturalizados que pasan inadvertidos. Pero cuando se convierten en un tormento diario, cuando su práctica consume demasiado tiempo, cuando comportan sufrimiento, entonces es asunto del psicopatólogo.
Hay literatura suficiente: sujetos que para dormirse necesitan colocar de una determinada manera los objetos de la habitación, circuitos de higiene extenuantes, pertinaz insistencia en contar y recontar las cosas, pormenorizar relatos abusivamente, o fabricación febril de listas, (hay que leer El vértigo de las listas, de Umberto Eco). Es decir que no haya espacio entre un significante y otro significante.
Cuando el deseo, como barrera, no alcanza; cuando olvidar, como bastión, no es suficiente, al sujeto obsesivo le resta su pasión por el sentido, por buscarle el sentido a todo. Su estrategia campea entre la demanda y el deseo, por eso suplica que le pidan (Lacan). Se queja, pero le encanta que le pidan, de ese modo se pasa la vida haciendo favores, al servicio de los intereses de los demás, oblativamente esclavizado. Está tan ocupado en responder a los pedidos que no dispone de tiempo para preguntarse por el propio deseo.
Recurre a pequeñas hazañas a fin de satisfacer a su Otro del momento, a quien nombra registrador y notario. Ante ese Otro al que sirve se comporta peculiarmente: primero construcción, colmar de elogios, para después destrucción, directamente ponerlo verde.
Odia la palabra improvisación, y ama la palabra protocolo, que todo siga unos rígidos pasos, automatizando así la vida, alejando todo atisbo de improvisación, aliento creativo, invención.
Como se ha hecho fuerte en los meandros de la burocracia, santuario de actos obsesivos rituales, enlentece todo, creyendo que así ahuyentará la contingencia. Y en su peculiar religión privada, estos actos rituales, (“mis pequeñas manías”), incluye el tabú de contagio, no dejarse contaminar por el otro. Atmósfera ideal estos meses de aislamiento.
La vida sin acontecimientos imprevistos. Ni virus: ¿qué hace aquí ahora en abril de 2020 saltándose el protocolo y estropeando los planes?
Ante múltiples opciones o frente a un inquietante deseo, es de libre elección recurrir al pensamiento obsesivo. Dar vueltas. Rumiar. Se rodea así el deseo prohibido. Conducir ese pensar hacia representaciones anodinas, produce pensamientos definitivamente absurdos, lo que causa una enorme perplejidad y vergüenza al propio sujeto, pues no se ve involucrado como tal en una operación que brota de su interior.
Evidentemente tal rumiación obsesiva consigue que el pensamiento termine pensándose a sí mismo, en un juego sin fin. Muchos despistados técnicos de la psicología invitan a la eliminación de los pensamientos negativos. Estos nuevos eliminadores (que no leyeron a Borges: una cosa no hay, es el olvido), creen que con unas pautas (“no lo piense usted más”), aderezadas con obviedades y simplismos tipo aprenda a relajarse, medite, piense en positivo, haga mucho ejercicio, ríase mucho, péguese con una goma,…consiguen poner fin al obsesivo pensamiento. Lo que se obtiene a la vuelta es un mayor odio interior.
Ser espectadores del propio pensar, atentos aprendices de esos conductos, lleva a leer mejor su finalidad, la causa de su advenimiento, la función que vienen a cumplir, su posible sustitución por otro tipo de acción decidida. Evitamos así eliminar pensamientos circulares sin antes verificar su lógica y la razón de su nacimiento, fechable en una coyuntura.
No conozco mejor mecanismo para ello que el buen empleo del tiempo (lapso) de una sesión: tornarla en a-semántica, evitar la comprensión, el sentido que lleva a cerrarla en un bucle complaciente, cual manual happy de autoayuda, o cual satisfacción momentánea tras los refranes de lamentables entrenadores psicológicos. Nada como oponer a la vía de la elaboración, la vía de la perplejidad (Jacques Alain Miller).
¿Qué puede aportarnos mayor perplejidad que una inesperada e incomprensiva respuesta de un atento interlocutor que lee entre líneas la argucia de esas obsesiones? Eso, y saber que deseamos con fuerza lo prohibido. Rumiamos, cual daño colateral, para no hacernos cargos de esos nuestros más genuinos y verdaderos deseos.
Fernando Martín Aduriz
Psicólogo & Psicoanalista
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